La herida de la página 76

La primera edición de mi tercera novela, El Secuestro de la Esperanza (Enmascarados por el Mundo I), pasará de la forma más modesta imaginable a la historia de la literatura por ser absolutamente única. Si decido publicar una segunda edición, tendrá poco que ver en cuanto a su apariencia formal con la primera por varias razones que ahora no vienen al caso. Supondrá un quiebre importante, que dirían los argentinos, con respecto a la original, a diferencia de lo que suele ocurrir con la mayoría de los libros. Pero aquí sólo me refiero a un sutil detalle. A una pequeña herida ya incurable.

Una de las cosas que he aprendido a lo largo de mi experiencia, ya extensa, en el mundo de la autoedición es que por mucho que revises el material que has creado, realices varias fases de relectura y corrección de errores sintácticos, gramaticales y ortográficos, siempre se te escapan fallos y defectos. Dos ojos ven mucho, al menos los míos, pero desde luego no pueden verlo todo. El otro día me horroricé pasando hojas al azar y descubriendo un yerro donde debería haber un hierro. Y pensé: “yo yerro”, pero esto es mucho errar.

Pasa lo mismo con la maquetación. Por mucho que te esfuerces en pulir al máximo aspectos como la separación de párrafos, la correcta colocación de guiones, la diferenciación entre tipos y tamaños de letra, el comienzo de una sección y el final de la otra, los pies de página y un largo etcétera, el producto perfecto no existe.

De hecho, la única versión comercializada hasta ahora de El Secuestro de la Esperanza contiene un error bastante notorio en su página 76, donde hay un salto al vacío sin sentido de dos líneas. No entiendo muy bien cómo pudo suceder, pero el caso es que se me debió ir la mano con el tabulador en vez de con el whisky aquel día, se corrió la sangría hasta el extremo y causé una cicatriz irreparable que pasó todos mis sucesivos filtros y llegó sin curar a la fase de impresión, quedando perpetua para los ojos de los primeros centenares de lectores que adquiriesen el libro.

Aunque la ausencia de tales líneas (que en realidad son cuatro, descubrí hace unos días con estupor) no dificulta en absoluto la comprensión del párrafo, pues no cuentan ningún detalle de relevancia en cuanto a la historia, creo que lo suyo es poner una venda externa, cual matasanos literario de pacotilla, y dejar aquí para la posteridad, en esta vida digital y en la otra dominada por la nube, dichas palabras que en mi caso no se llevó el viento, sino mi propia impericia:

“Permanecimos enfadados el resto del día, sin apenas dirigirnos la palabra durante el vuelo que nos condujo a Nueva Delhi, nuestra última parada antes de abandonar el país. Sin embargo, una vez en la habitación del hotel, después de que nuestra última noche en la India —más negra que cualquier otra que…”.

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