La magia de un edificio

Siempre he tenido un magnetismo especial con el edificio de El Corte Inglés sito en el Paseo Zorrilla de Valladolid, no sólo porque toda mi vida haya residido en sus inmediaciones o cercano a las mismas. Allí quedábamos mis amigos para hacer nada en particular, cuando teníamos tan corta edad que se nos vetaba casi cualquier actividad que implicase gasto pecuniario, más allá de recorrer sus cinco plantas. Después, en la edad de los vicios, salíamos de sus instalaciones provistos de bolsas que nos proporcionarían diversión efímera.

Antes, después y ahora, ha sido el sitio de los regalos especiales en cumpleaños y Navidad, el espacio en el que comprobar la existencia de las novedades de ese demonio llamado consumismo, pero sobre todo el punto de reunión de los chavales de la zona centro-sur de Pucela, el mínimo denominador común de los barrios que lo rodean, la construcción de referencia que vino a sustituir en los ochenta al viejo coliseo de Zorrilla, donde se habían vivido glorias deportivas y demasiados años en el infierno de la Segunda División.

Los millennial de Valladolid fuimos planificados o engendrados de forma coetánea a su construcción e inauguramos con él la etapa contemporánea de la ciudad, una en la que la alegría de Cortylandia quedaba siempre a mano en “estas fiestas que celebra tu ciudad”, existían cortycoles que ahorraban dinero a nuestros padres y se hacían concursos de karaoke, en uno de los cuales, dice la leyenda, que un imberbe prepúber consiguió un más que meritorio segundo premio interpretando una canción de Víctor Manuel.

Fue en la tercera planta, la misma en la que ayer mismo viví otro de mis pequeños éxitos personales. Hace años pensaba que era imposible que algún día estuviese en El Corte Inglés promocionando mis libros, que eso sólo quedaba reservado para los escritores famosos o de postín, independientemente de su calidad, pero que aseguraran buenas cifras de ventas y colas en sus firmas de ejemplares. Nunca pensé que yo, sin reunir ni mucho menos ese perfil, tendría la oportunidad de estar allí.

Se lo debo sobre todo a los trabajadores de ese edificio que para mí es tan especial. Especialmente a María y a Juan Carlos, pero también a Lola y a Isabel, y a Andrea y Clara del departamento de marketing. Me trataron mejor que si fuera uno de aquéllos sin importarles que no lo fuera, o tal vez precisamente por ello. Me hicieron sentir importante, y quizá eso hizo que yo me creciera y creyera aun más que otras veces en el potencial de mi obra.

Fue quizá la primera ocasión desde que publiqué El Secuestro de la Esperanza en la que noté que podía romper de verdad, a cabezazos y no sólo mediante amagos, ese techo de cristal que me ha acompañado desde que empecé a dedicarme a esta profesión de la Literatura siendo yo apenas un niño. Durante casi cinco horas, tuve la oportunidad de dirigirme a gente que jamás había oído hablar de mí, hablarles de la novela y, en un buen puñado de casos, convencerles de que apostaran por su lectura.

A todo ello contribuyó el marco. La cartelería, el atrezo, la promoción de los días previos, el espacio donde me ubicaron… Y el edificio, con el que, si es posible tal cosa, siento desde ayer una simbiosis difícil de explicar. Y lo dice alguien que tradicionalmente ha sido detractor total de los grandes almacenes y superficies comerciales. Pero al Corte Inglés del Paseo Zorrilla le miro con otros ojos. Tiene magia. Al menos para mí.

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