En la casa del poeta

De todas las paradas que he hecho durante el recorrido que inicié hace cuatro meses, cuando publiqué El Secuestro de la Esperanza, es sin duda la del pasado martes 27 de febrero la que más significado cultural ha tenido hasta ahora. No es fácil encontrar un sitio en Valladolid que represente tanta relevancia para el mundo de las letras como La Casa-Museo de Zorrilla, y allí, en su sala Narciso Alonso Cortés, estuve dirigiendo una charla-coloquio sobre la autoedición, aunque también hablé sobre mi último proyecto literario.

Nunca he presumido de tener don de la oportunidad, de hecho creo firmemente que carezco de él, posiblemente porque siempre he preferido tirar por el camino más difícil y dejar los atajos y vías rápidas para los costureros de los destinos planificados.

Sin embargo, algo debí tener esta vez para hacer coincidir mi presencia en tan ilustre rincón de la cultura vallisoletana con el bicentenario del nacimiento del que posiblemente haya sido el escritor más importante de la historia de Valladolid. Dicho con palabras más llanas, algo de magia debió haber en el hecho de que yo departiese en el mismo lugar donde mi paisano más reconocido e inmortal dio sus primeros pasos doscientos años atrás.

Y yo, que siempre me he considerado más poeta que prosista, aunque sea este último mi oficio, traicioné un poco su memoria ofreciendo un bolo tan prosaico como espero que útil, sobre las diversas fases por las que ha de transitar el escritor que autoedita, es decir, que compra los ingredientes en el mercado de las letras de su imaginación, los cocina a fuego lento en el horno de su razón y los sirve en la mesa de los comensales con apetito de lectura, si bien no todos tienen el paladar tan fino o agradecido como uno espera.

Durante el coloquio, hubo intercambio de impresiones con los asistentes y la directora de la Casa, Paz Altés, ofreció también su aportación experta sobre la materia y dio varias recomendaciones al respecto. A ella, como cabeza visible de la institución, agradezco expresamente el haberme otorgado protagonismo efímero en un espacio tan relevante de la cultura pucelana, o al menos permitirme compartirlo con el alma de Don José Zorrilla.

Para completar la conjuración de astros, mientras yo hablaba, debatía, daba y recibía consejos, afuera se producía el fenómeno meteorológico que más me gusta de todos los que genera la naturaleza, tal vez por lo poco habitual que resulta su presencia en la ciudad donde he residido toda mi vida.

Los copos cayeron como recados contra las urgencias, y contra todo pronóstico, cubrieron la urbe del poeta. Los versos siempre han sido los ejes de una rueda que gira plásticamente pero a una velocidad imprevisible, que puede llegar a desesperar por su lentitud o acelerarse ante la mirada atónita del que la contempla para dar un cierto sentido lírico a su vida.

La mía, siempre cuajada de buenas intenciones como esa nieve creadora del manto que iluminó la última madrugada de febrero, se demoró entre los vericuetos de mi supuesto purismo, mientras el espíritu del poeta moraba en su refugio y tal vez un poquito en mí.

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