No nos importó demasiado. Llevábamos años haciendo lo mismo en cada concierto, en cada bar, en cada fiesta, en cada hito
La banda sonora de aquella serie de películas que habían encandilado a casi todos los que habíamos sido niños en la década de los ochenta tenía otra perla en su interior que sí me parecía perfecta para ese momento, mientras atravesábamos aquella carretera de cuatro carriles plagada de coches, cada uno con sus urgencias, sus necesidades y sus prisas, justo en las entrañas del país, con el sol aún refulgiendo con fuerza sobre el asfalto. Se trataba de un tema que además serviría para templar la euforia desmedida y reconvertirla hacia unos parámetros más sentimentales: The power of love, de Huey Lewis & The News.
Se me ocurrió casi de casualidad buscar la canción en mi biblioteca multimedia y di en el clavo, como suele ocurrir con las decisiones no premeditadas.
Se sucedió uno de los momentos más bonitos que recuerdo de aquel viaje e incluso de toda aquella época.
Un perfecto resumen de las emociones que estaba viviendo quedaron condensadas para siempre en el interior de aquel vehículo, junto a mi primo y mi amigo, mientras sonaba aquel pildorazo pasional y palpitante.
Alcanzamos la cumbre del éxtasis cuando David pinchó Monika Kruse, de Latin Lovers.
Me puse a bailar como un demente, soltando de vez en cuando el volante y gritando junto a mi primo, después de la larga serie de repeticiones vocales: ‹‹¡Chuchi!››, en honor al eterno dueño de La Zona, nuestra chupitería favorita de todos los tiempos, tristemente desaparecida
Seleccioné un tema de carretera, horizonte y proyectos, menos reivindicativo; Mendigo, una de las composiciones más conocidas de La Fuga y cuyo optimismo e idealismo —algo raro en un conjunto que muchas veces hablaba de derrota y melancolía— me parecía propicio en aquellos instantes, cuando todo pare-cía hermosamente abierto e inacabado, lleno de expectativas, a semejanza de la vía de cuatro carriles por la que circulábamos, ya muy próximos a la capital de España
‹‹El Cifu›› nos cantó el mensaje preciso para aquella situación de tránsito vital, en el que para mí era el mejor corte del disco: ‹‹Y decir sí, y decir ya; Tan solo hay un camino para empezar a andar; Y ya está aquí y va a estallar; Hay cosas que el destino no nos va a perdonar››.
El sol vespertino refulgía sobre el asfalto impecablemente pavimentado de la A-6 e iba perdiendo fuerza a medida que avanzábamos, dando paso a un crepúsculo que se presentó casi sin avisar cuando nos hallábamos cerca de los túneles del Guadarrama.
Me pareció escuchar un suspiro de alivio procedente de la parte de atrás del coche. El momento de calma me pareció totalmente perfecto para reproducir una de las canciones preferidas de David y mías, el mítico Redemption Song de Bob Marley, que escuchábamos tradicionalmente de trankis y nos hacía evocar las sobremesas de las vacaciones en sitios playeros.
Nadie más transitaba por la carretera secundaria. El Clio, convertido en una reproducción móvil en miniatura de la mítica Pont Aeri a la que sólo le faltaban flashes y efectos de luces, circulaba como último vestigio de vida.
Cuando los altavoces de mi Clio comenzaron a escupir Extrema y Dura, Dulce soltó una de esas risas suyas, imperfectas, sanas, auténticas, que se me pegaron al alma como tatuajes indelebles. Ambos nos dejamos llevar por ese extraño tema de rock rural, marca inconfundible de la banda de Almendralejo. Si nunca han experimentado lo que es cantar a voz en grito junto a una chica preciosa ‹‹tus mujeres me la ponen extrema y dura››, les animo encarecidamente a que intenten hacerlo antes de morirse.
No era la primera vez que le escuchaba decir esas cosas, aunque quizá aquel día le noté mucho más afectado. Le miré con profundidad y me tomé unos segundos antes de emitir mi propia réplica filosófica:
—¿Y eso quién lo sabe, Pedro? Al final, todo es imprevisible, tío. Nobody knows the way it´s gonna be —parafraseé parte de la letra de la famosa Stand By Me de Oasis—. Y, de todos modos, la vida está abocada a la pérdida de las cosas que queremos, no podemos evitarlo.
No sólo se trataba de una sensación física. El ambiente desprendía un extraño aire de soledad, penuria y derrota, a lo cual contribuía no poco el hecho de que sonara de fondo la melancólica Moonlight Shadows de Mike Oldfield. Adoraba especialmente aquella canción y adopté esa postura tan mía de alegría triste, de felicidad nostálgica, de excitación depresiva.
—¡David, nos vamos a ir ya! —gritó Pedro desde abajo.
—Siempre estamos con lo mismo —recité para mí mismo con el mismo tono que el mítico Evaristo empleaba en el predictivo tema de La Polla Récords ¿Y Ahora Qué?.
Pero Pedro y yo éramos así, no medíamos demasiado. Nos comíamos el mundo, devorábamos las situaciones, éramos muy carnívoros con la diversión; rozábamos el desfase y el límite en multitud de ocasiones y nos gustaba sobrepasarlo en nuestro ritual de Piratas del Amor; libres, cáusticos, peregrinos, inconscientes, vagantes; nos encantaba perdernos para volver a encontrarnos. En ese juego radicaba nuestra maldita supervivencia lúdica, nuestro entretenimiento más inmortal.
Se creó un nuevo ejército formado por algo más que soldados de madera en el campo de batalla de mi corazón, donde a partir de entonces no crecería simple maleza. Pero al contrario de lo que decía la letra de la canción de Extremoduro, ese órgano vital no bombearía dentro de mí impulsado por una bandera. Devassy fue la regadera gracias a la cual la hierba volvió a brotar; la chispa que modificó para siempre nuestros esquemas vitales.
Tarde o temprano siempre llega el maldito abril, que diría La Fuga, para recordarnos que fuimos felices.
Estábamos otra vez dentro de una de mis películas. Yo volvía a ser una especie de Indiana Jones casi invulnerable, pero con los ingredientes propios del complicado destino descrito en Perdidos y el riesgo y dificultad propios de una Misión Imposible.
De tal forma lo sentí, así que, al igual que había hecho dos años y medio antes delante de mi primo, no pude evitar conjurar a Ethan Hunt: - No sé cómo vamos a hacerlo, Devassy, pero vamos a hacerlo.
Nos habíamos comprometido a realizar una especie de misión-rescate sobre cuyas connotaciones legales ni siquiera nos habíamos parado a reflexionar, porque la cosa sonaba ‹‹jodidamente divertida››, como decía Daniel Craig en Camino a la Perdición.
Bueno, tú eres el primero que siempre dices ‹‹no hay que preocupar, hay que ocupar›› —le parafraseé tratando de imitar su gracioso acento—. Nosotros nos ocupamos… De pasárnoslo bien. Para nosotros ‹‹el mañana nunca muere››. Es el título de una película de James Bond —le aclaré—. Creemos que siempre habrá un mañana para cambiarlo todo. Y si no… Hay que tratar de aprovechar al máximo posible esta mierda. Carpe Diem
Habían sido las primeras elecciones de la historia en las que el voto captado mediante estrategias 2.0., Internet y las redes sociales, había resultado absolutamente clave, sin olvidar el papel de otros sistemas tradicionales que Obama había explotado, como se encargaría de narrar perfectamente unos años después esa grandiosa película titulada Boyhood, escrita y dirigida por Richard Linklater, que sería atracada en los Óscar de 2015 por ser demasiado indie para ser norteamericana y además gustarles a los rancios académicos.
Nos gustaba identificarnos con los personajes de películas como Clerks, de Kevin Smith, inadaptados y que encontraban en la cultura pop su único refugio, aunque en realidad nosotros no teníamos tanto que ver con ellos, porque sentíamos que nuestra vida estaba más o menos solucionada.
Estas circunstancias y el que los acontecimientos se hubieran desencadenado en un pueblecito asiático y de aspecto algo primitivo me llevaron a evocar la sublime Rashomon, de Akira Kurosawa, una película en la que los únicos testigos de un homicidio y una violación acaecidos en el Japón feudal se refugiaban de la lluvia torrencial en un templo y ofrecían sus versiones sobre lo ocurrido. Esperaba que las similitudes se acabaran en lo relativo a la muerte. Pero no me quedaba más remedio que acudir allí, al escenario del crimen, para indagar in situ.
En la creación de ese particular acervo probablemente había contribuido en gran medida el segundo capítulo de la saga de Indiana Jones, El Templo Maldito, una de mis películas favoritas de todos los tiempos. Pese a su lado siniestro, el personaje del Mola Ram me fascinó desde la primera vez que vi el largometraje, siendo todavía muy niño. También me atrapaba la figura del anciano que ejercía como referente espiritual de la aldea de donde fueron robadas en la película las cuatro piedras que supuestamente traerían ‹‹fortuna y gloria›› al que las poseyera.
En lo que me concernía a mí, me había dedicado sobre todo a enseñarle el mundo del arte cinematográfico radicado en España y, muy especialmente, la Seminci. Habría sido un delito por mi parte no mostrar a un hombre tan sensible como Chacor uno de los festivales de cine más importantes del país, el cual teníamos la suerte de que se celebrara en nuestra ciudad y del que yo era seguidor absoluto desde que había debutado siendo un niño con trazas de adolescente.
Eso situaba la posible imagen a finales de los ochenta… Mucho antes de que se hablara de la generación perdida, de la emigración de la juventud española hacia destinos con mayores posibilidades laborales o del vuelo de tanta esperanza del país, que se estrellaría en territorios donde se librarían batallas entre facciones sociales que convivirían con la desigualdad; en islas llenas de Perdidos.
Durante tales ratos insufribles, me asaltaba una y otra vez la imagen de Gensy, como si fuera una de esas paredes espeluznantes que de pronto surgen a lo largo de la escalada al Angliru. En realidad, ella aparecía al final de la durísima rampa. Entonces, me sobrevenía la sensación de fracaso, de ser incapaz de llegar, de no ser suficiente. De que nunca lograría coronar la cima y me quedaría en una perpetua situación de estrés e insatisfacción, como si fuese Tony Soprano.
No podía dejar de fijarme en esos ojos. Noté que no había un iris diferenciado en ellos o quizá su exagerado tono oscuro le hacía confundirse con la pupila, conformando un todo negruzco similar a una gran mancha de tinta.
Me vinieron a la cabeza imágenes de Expediente X donde aparecían individuos infectados por un virus extraterrestre formado por una sustancia que impregnaba la totalidad del globo ocular de una tonalidad parda.
Yo ya me había hecho mis típicas conjeturas sobre lo sórdido del negocio, que probablemente funcionaba como tapadera para el blanqueo del tráfico de MDMA. Pedro, que era mucho más aficionado a las series de televisión que yo, lo compararía años después con el bufete de Saul Whitman, que ayudaba a Walter White a limpiar sus ingresos procedentes de la metanfetamina.
Tras este comentario, nos miró, mientras liberaba una especie de silbido risible, y Pedro y yo volvimos a explotar. Escuchar a Devassy hablar era como estar dentro de una de esas películas cómicas en las que se ridiculiza el acento de los extranjeros o como poner voz a una de las geniales historietas de Ibáñez donde los negros tienen la desgracia de cruzarse en su camino con Mortadelo y Filemón.
Otro detalle es que sostengo en mi mano algunos tebeos, pienso que de Zipi y Zape, aunque no estoy seguro del todo. Lo más particular es que nos encontramos en la terminal de un aeropuerto, porque continuamente se oye el rumor de los aparatos despegando, el trasiego de personas alrededor nuestro y la megafonía que suena distante, como en otra dimensión, y nunca jamás anuncia nuestro vuelo, porque nosotros estamos allí muy bien con las tonterías que suelta mi padre y los abrazos de ambos, suyos y de mi madre.
En ocasiones, nuestra actitud me recordaba un poco a la de Superlópez. El personaje paródico de Superman creado por el genial Jan auxiliaba a los demás siempre que era preciso, pero su implicación emocional en el asunto en cuestión era siempre escasa. Destilaba cinismo por los cuatro costados y a veces intervenía a regañadientes, sobre todo si ese día jugaba el Parchelona.
Cierto que los malos de las pelis molaban, a veces incluso más que los buenos, pero sólo cuando eran seres extraordinarios como el Joker. Por eso, yo me identificaba con el Batman de Frank Miller, que se veía forzado a volverse un poco siniestro y cabrón para salvar a la gente de Gotham.
Más allá de eso, de mis partidas en red al Counter Strike y de mi revisión casi periódica y obsesiva a las frases de Rorschach en Watchmen, me comportaba como si viviera dentro de una de esas cámaras funerarias egipcias, selladas y excavadas en la roca.
Incluso mi personalidad felina me llevaba a identificarme con John Blacksad, protagonista de una de mis series favoritas de cómic,
... si bien el caso que nos ocupaba a veces me daba la impresión de tener ciertos tintes fantasiosos, idóneo para el afamado investigador de lo oculto Dylan Dog. Mi forma de vestir poco tenía que ver con la del personaje principal dibujado originalmente por Tziano Sclavi, salvo por los vaqueros, pero sí su personalidad, similar a la de una botella de whisky destilada de humor ácido y abandonada melancólicamente en su batalla solitaria contra lo paranormal.
Me eché sobre la cama para reunirme con mis personajes oníricos favoritos, creados por Neil Gaiman en esa obra maestra del cómic titulada Sandman. El propio Morfeo, rey indiscutible del sueño, Muerte, con su siniestra atracción, Deseo, motor del mundo, Delirio, cuyos límites siempre resultaban interesantes, Destino, aquél que intentábamos buscar en esa fase de nuestras vidas, Desespero, en forma de la frustración que por desgracia yo conocía muy bien, y el Hermano Desconocido, cuyo misterio me fascinaba especialmente.
De una forma extraña, había decidido desempolvar la Super Nintendo, en un intenso arrebato de nostalgia y olvido dulcemente punzantes.
Estaba disfrutando, pero era una diversión amarga, de pérdida y dolor, de regusto a lo clásico y añejo, en pose masoquista de reino venido a menos pero que conserva su preciosa y adictiva fachada; como los castillos de Bowser en el Super Mario World, configurados con sencillos gráficos, ridículos si los comparaba con cualquiera de los juegos de nueva generación, pero que en ese momento me resultaban tan maravillosos y emocionantes como me lo habían parecido en su día.
Propuse un brindis general en honor a mi amigo y a sus progresos en tierra hostil. El humilde aldeano Link todavía no se había convertido en el héroe que engrosaría The Legend Of Zelda, pero ya había conseguido proveerse de un buen escudo.
En uno de esos desplazamientos, el conductor y amigo de Devassy, Jensen, impidió que nos estrelláramos a más de ciento veinte kilómetros por hora, realizando una maniobra imposible. Una vez pasado el tremendo susto, todos aseguramos que había hecho magia, convirtiendo la carretera, los automóviles y sus elementos circundantes en una especie de pantalla del Tetris que no permitía ya casi resquicios donde colocar las piezas, pero él se las había ingeniado para ubicar nuestro coche en el único sitio libre. De niño, yo fui un experto de ese videojuego —ahora me calificarían de pro—, así que sé muy bien lo difícil que fue practicar aquel encaje inefable.
Mi mente vagó por los decorados nevados de Helvetia, mundo en el que se ambientaba una de las fases del añejo y para mí adorado videojuego Astérix, de Super Nintendo. La entrañable y alegre melodía de aquella pantalla sonó en mi cabeza y me puse a dar saltitos mentales al lado del osado galo.
Igualmente se conjuraron en mi cerebro somnoliento las vetustas plataformas del Snow Bros, donde los hermanos Nick y Tom fabricaban bolas gigantes con las que libraban al mundo de sus enemigos
Durante el trayecto, había observado con aire ausente la ciudad tras las ventanillas y me había parecido más gris que nunca, como si realmente todo se hubiese contagiado de un virus de raíces hondas y desconocidas. Evoqué el argumento del videojuego Resistance, con la invasión Quimera como eje central, que estaba a punto de ser lanzado en Europa, simultáneamente con la Playstation 3. Yo anhelaba conseguirlo, aunque para ello el paso previo era adquirir la consola, algo que veía harto difícil dadas las nuevas circunstancias familiares.
Existía tal psicosis con la maldición de cuartos que hasta los amantes de los videojuegos repetíamos la pauta de ser doblegados en esa antepenúltima ronda. Desde el primitivo FIFA International Soccer´94 para Megadrive hasta el moderno Pro Evolution Soccer 06 para PS2, no recordaba haber pasado jamás ese fatídico cruce cuando elegía a la selección española.
A veces, le recomendaba en tono cómico que aprendiese a jugar al Call of Duty para estudiar las tretas bélicas más famosas de la historia y, sobre todo, como terapia de choque. Todavía faltaban varios años para que saliera la versión Black Ops, cuyo argumento ambientado en Vietnam resultaba perfectamente apropiado para ilustrar la animosidad entre las dos mujeres, pero cualquier título de la saga me parecía idóneo para que el pobre Devassy se desfogara contra el enemigo virtual.
Mi primo lo consideraba el típico trabajo de estudiante, escogido voluntariamente para tener una relativa independencia económica respecto de mis tíos, mientras que en mi caso veía tan lejana la posibilidad de trabajar para otro que a veces percibía más cercano el mundo libre que creaba con cada partida al GTA que el de Devassy
Para reducir dramatismo a la cosa, a veces me imaginaba que estábamos montados en el Red Eagle manejado por Max Damage y nos dedicábamos a destrozar todos los vehículos que nos rodeaban. Si esta manera de completar nuestro particular Carmageddon no surtía efecto, siempre nos quedaba la posibilidad de atropellar a los numerosos peatones que caminaban con propósitos indescifrables a través de los senderos que circulaban paralelos al asfalto o por la propia carretera.
Pero mi parte más infantil y nostálgica prefería ponerse en la piel de Luigi, Donkey Kong o Bowser dirigiendo su pequeño kart por circuitos fantasiosos. La única pequeña pega es que aquí yo no tenía el control del mando. La jugabilidad no existía.