Vane fue la primera amiga que tuve en mi vida. Ya éramos compañeros de juegos y de confidencias –seguramente muy elaboradas si se tiene en cuenta lo elaboradas que pueden ser las confidencias entre un niño y una niña de esa edad– en mi época prehistórica. Con esto me refiero a la etapa de mi vida anterior a la de los recuerdos. Cuando sólo hay flashes esporádicos sin apenas consistencia.
Después, lo siguió siendo porque estudiamos en el mismo colegio, pero es verdad que lo que se me quedó grabado de nuestra amistad fueron curiosamente los juegos en el parque, sin conexión alguna con el patio de cemento y tierra en el que desarrollamos la parte lúdica de nuestras mañanas durante muchos años.
Ese lugar tenía nombre bélico, el Pisuerga se insinuaba al fondo salvo cuando era otoño y había niebla sobre el puente que llevaba al pabellón donde conseguí los pocos triunfos que puedo contar en mi vida y, si se andaba un poco hacia el sur, uno se encontraba con las afueras de la ciudad.
Luego, ella cambió de aires y poco después de vida, y pasaron siglos sin que nos viéramos. Pero la tuve guardada siempre en un rincón de mi interior que, pese a la cantidad de muebles emocionales –algunos auténticos trastos sin demasiado valor – que fui metiendo a lo largo de los años, siempre supe de alguna forma que saldría a la luz y se libraría el polvo que genera el paso del tiempo.
Nos reencontramos hace seis años y desde la primera mirada supimos que nada había cambiado, que los dos seguíamos siendo aquellos dos niños que se subían a los toboganes y se lanzaban por ellos, probablemente Vane con mucha mayor destreza que yo. Ella, cabra loca como yo la defino sacándole esa risa infantil que no se le ha borrado un ápice de su rostro actual de joven adulta, hacía que un crío como yo se sintiese extrañamente protegido. Me regaló un despertador, seguramente sin querer crear un símbolo, pero lográndolo.
El otro día, cuando compartimos café y de nuevo confidencias –espero que algo más elaboradas que en nuestros días de la Edad de Piedra–, entendí mucho de esas antiguas sensaciones tras recordar un dato que había olvidado. Ella es un año mayor que yo. Siempre fue un año mayor que yo. Eso a una edad tan temprana, y más entre un niño y una niña, se nota. Yo, que siempre he arriesgado más de lo que me recomendaban, supongo que gané el premio de su amistad por mi actitud de pánfilo rebelde, tan inocente como soñador. Por aquel entonces ya tenía alma de escritor.
Son precisamente las páginas de nuestras vidas las que fuimos pasando, descubriendo que hay bastante drama, pero también muchas dosis de tragicomedia. Las de mi historia, en la que tanto se mezcla la realidad con la ficción, las lee ahora ella con el mismo entusiasmo con que yo la miraba y aún lo sigo haciendo, con ojos de chiquillo divertido e ilusionado.
Antes de que me secuestraran la esperanza y de que mi amiga de la infancia viniera a rescatarla.