Creo que ha llegado el momento de contarlo. Me he estado resistiendo desde que puse a la venta El Secuestro de la Esperanza, pero ya no puedo aguantar más.
No soy un tipo que crea demasiado en las señales. Al menos no desde que recibí los primeros golpes fuertes de la vida y dejé de ser un niño de la noche a la mañana. Normalmente creo que todo es fruto de la casualidad. Me resulta más fácil pensar así, aunque me aburra a mí mismo y no cuadre con mi personalidad imaginativa, que crea y organiza complots del destino con frecuencia.
No obstante, esto rompe con esos esquemas casi autoimpuestos y por ello tengo que contarlo. Antes de decidirme a publicar mi tercera novela, estuve realizando una búsqueda ímproba de editoriales que quisieran leer mi trabajo. No recibí contestación por parte de ninguna. Hasta ahí todo asquerosamente normal, esa ignorancia despreciativa ya la había recibido con mis dos primeras novelas y no me esperaba nada nuevo.
Hasta entonces, nunca jamás había conocido a nadie que autoeditase. Me refiero a nadie en persona. Obviamente había consultado decenas de páginas y foros en Internet sobre la autoedición y sus experiencias, la mayoría extremadamente desalentadoras, de tipos y tipas que se habían encargado de gestionar el proceso de edición y publicación de su propia obra, e incluso había participado como oyente en algunas charlas sobre el tema.
Es decir, había escuchado y leído a gente como yo, aunque seguramente con menos recorrido, porque lo mío con la autoedición ha sido un poco como esas viñetas en las que el puching ball rebota después de haber sido golpeado en la jeta de Mortadelo, Filemón o el desdichado andoba de turno que pulule cerca de ellos.
Pero en el proceso de deliberación sobre los pasos a dar, una vez que los sellos al servicio de los grandes grupos de comunicación enemigos de la cultura alternativa y los independientes colapsados por la gran cantidad de manuscritos que reciben me habían demostrado que era más sencillo que un político en España dimitiese que ellos se leyeran mi novela, algo cambió.
Conocí de la forma más inesperada y rocambolesca posible a dos personas que autopublicaban sus propios libros. No especificaré los detalles, porque probablemente nadie se los creería y no quiero incurrir en el tópico tantas veces visto y comentado de “esto sólo pasa en las películas o en las vidas de gente famosa”, aunque yo no tenga fama ni en el rellano del edificio donde moro. Yo mismo expresaba eso en voz alta hasta que me empezaron a pasar cosas que cuanto menos ponen en entredicho la ley de la estadística.
Ya no se trataba de personas conocidas a través del mundo digital de cuya existencia real siempre se duda un poquito. Por fin tenía delante la jeta de alguien que hacía lo mismo que yo y, lo más sorprendente y novedoso, a quien le había ido bien haciéndolo, condenadamente bien, con varios miles de ejemplares vendidos. Alguien que me aconsejaba seguir intentándolo y luchando, porque al final se podía conseguir, no era una quimera.
Ellos influyeron de modo bastante relevante en mi iniciativa de autopublicar una vez más otro de mis libros y hacerlo de la forma en que lo hice, tirando la casa por la ventana (tampoco fue mucho tirar, cierto es). Nunca sabré si esos encuentros sin duda casuales pero que yo por una vez quise interpretar como señales alentadoras, fueron determinantes en mi decisión o si la saga de Enmascarados por el Mundo habría visto igualmente la luz.
Y ahora, casi medio año después, me pongo todo mono (o supercute, que dicen ahora los adolescentes) y me siento en una mesita con una botellita de agua muy refrescante, con mi libro en papel delante, en librerías muy populares en las que siempre me imaginé que sólo estarían las grandes firmas con sus agentes literarios y el representante de su editorial, esos mecenas que tanto confían en los escritores ya consagrados y que ganan premios, todo un riesgo admirable.
Y todo como fruto del azar que esta vez quise travestir en algo parecido al destino. Nunca me he parado a pensar cuantas señales de otro signo me invitaban a hacer lo contrario, es decir, a no publicar. Igual es que en el fondo soy un optimista moderado. Y cuando siento que me secuestran la esperanza, me vuelvo a encontrar a los mismos que me señalizaron el camino y a quienes sigue yendo de rechupete, algo que me ocurrió esta semana, y sí, de nuevo fue pura casualidad. Supongo.